Hace unos años, andaba despechado por una moza a la que me había estado trabajando durante algunas semanas y que me acababa de dar calabazas, sin miramientos. Tenía la autoestima por los suelos y llevaba más tiempo del aconsejable en dique seco, así que recurrí al plan B.
El plan B era una peruana con la que hablaba a menudo a través de Tuenti, que había mostrado un inusitado interés por mí y con la que nunca había querido quedar, porque si bien yo era de un barrio periférico de Mordor, ella era del mismo centro.
Y la llamé, apremiado por la necesidad y la carencia. Me propuso quedar el fin de semana pero insistí en que fuera esa misma noche, a lo que accedió diciéndome que no podíamos hacer ruido porque su hermana iba a estar durmiendo en la habitación de al lado (era mentira). – Por supuesto- le respondí.
Tres horas, una ducha, un porro de marihuana y un par de golpes de Brúmel después, estaba aparcando delante de su casa. El aspecto de la colmena de cemento, ajada, sucia y adornada con girones de pintura y tendederos, no invitaba mucho a entrar, pero ahí dentro me aguardaba un coño.
Acostumbro a drogarme antes de una primera cita para apaciguar los nervios, y mientras entraba, recordé que un amigo me había dado unas setas alucinógenas (no tengo ni un amigo decente) llamadas “monguis” y cuyo efecto secundario descubriría después. Me había advertido de que tomara un solo trozo cada vez y lo chupara un rato, pero como no tenía tiempo, me eché cinco o seis a la boca y las mastiqué compulsivamente mientras subía en el ascensor. Cuando llegué arriba las escupí por el hueco de la escalera y me tomé un Smint.
Habíamos quedado en que le diera un toque al móvil para no hacer ruido y ella me abriría, así que llamé al timbre porque no me acordaba. Abrió la puerta y ahí estaba ella: 1,50 metros de India peruana sin mestizaje, poco agraciada físicamente, increpándome levemente por llamar. – Mal empezamos- me dije, – perdona- le contesté.
Me invitó a pasar al piso, que rezumaba pobreza, y mientras la seguía observé que cojeaba ostensiblemente, oscilaba como un diapasón. Entramos en una habitación que era un auténtico estercolero de cosas, cacharros y ropa, con una cama en medio.
– No me ha dado tiempo a recoger-
– No importa (sí me importaba) – le dije.
– ¿Te apetece un poco de mate? – me preguntó.
– No, no tengo hambre – le contesté (ya hay que ser melón)
La explicación de Carmen Rosa acerca de las bondades del brebaje herbáceo en cuestión, sirvieron para romper el hielo y para que yo me fuera percatando de que algo fallaba en su tren inferior. Hasta que por fin soltó la bomba y dio lugar a que a partir de ahora, este relato se torne escabroso y grotesco, que a fin de cuentas es lo que habéis entrado a leer, hijos de puta.
– Me falta una pierna – dijo mientras se remangaba el horrible bambo que la cubría, mostrando una prótesis que comenzaba en la mitad de su muslo izquierdo. – Ya decía yo que tenías las piernas de diferente color- dije con mi perspicacia habitual.
-Ahora seguro que ya no quieres nada conmigo – susurró lastimosamente.
– Te equivocas, muñeca. Ahora te veo más bella – contesté, haciendo acopio de toda la empalagosa galantería que había aprendido viendo telenovelas con mi tita Conchi. Y en parte era cierto, porque teniendo en cuenta el aspecto de la pierna que le quedaba, diría que había salido ganando. Además, como bien sabréis, los peruanos son el pueblo más denostado y maltratado de Sudamérica (los llaman come-palomas, entre otras lindezas). Si a eso le sumas un miembro cercenado, tenía ante mí a una de las criaturas más desvalidas de la tierra y a la que quería follarme sin miramientos.
Le pregunté cómo le había ocurrido y una décima de segundo después me arrepentí de haberlo hecho, ya que me importaba una mierda. Por tanto, antes de que contestara le tapé la boca y la tumbé en la cama.
Cuando la terminé de desnudar observé con dicha que sus pechos presentaban una generosa opulencia, lo único salvable de su anatomía
– Ahí me voy a correr – mascullé mientras le ponía un pie en la ingle y tiraba de la pierna ortopédica como un energúmeno, porque no me había fijado en que se sujetaba con correas. Me detuvo, se la quitó ella y la puso en la mesita.
Procedí a bajarle las bragas y me encontré con un enorme matojo de pelo negro, tras el que se escondía mi ansiado chumino. La abundancia capilar no me importaba demasiado, pero sí el hecho de que desprendiera un hedor poco agradable, así que prescindí del cunilingus, por razones obvias, y tampoco le pedí bajarse al pilón a ella. Seré muchas cosas, pero no soy un egoísta.
-He venido a follar y eso haré- me dije mientras desenfundaba y adentraba a mi pequeño explorador en tan frondosa jungla.
Era un coño muy angosto, cosa harto placentera, la verdad. Además tenía su punto el tener su pierna en un hombro y agarrar el muñón con la otra mano como si fuera la palanca de cambios de mi Ford Fiesta. Estaba follando y era feliz.
En un momento dado, la penetré todo lo profundo que pude y dejé mi pene quieto para sentir sus palpitaciones.
De pronto, cuando ella estaba absolutamente extasiada, expelió una enorme ventosidad por su peru-ano, produciendo un estruendo impropio de tan menguado cuerpo. – ¡Diablos señorita!- expresé ojiplático. Pero lejos de molestarme, el poderoso trueno había hecho que me retumbaran las pelotas de un modo maravilloso. Carmen Rosa estaba avergonzada pero la tranquilicé y la insté a que siguiera haciéndolo. Por fin llevaba a cabo las “castañuelas húngaras” , práctica sexual inédita en mi catálogo. De esa manera, se siguió peyendo en mis huevos hasta que, literalmente, se quedó sin aire.
Como ese día me sabía superior físicamente a mi concubina, era yo el que llevaba la iniciativa, a diferencia de la mayoría de mis encuentros sexuales. Procedí a darle la vuelta para ponerla a cuatro patas, pero no eran cuatro, sino tres y pico y eso presentaba dos problemas: Desnivel e inestabilidad.
Miré rápido a mi alrededor y localicé un táper con comida que había en la coqueta y que tenía un tamaño perfecto. Era redondo y tenía una oquedad en la tapa idónea para apoyar el muñón. Así que le puse una camiseta encima y calcé a Carmen Rosa como si fuera la pata de una mesa.
“Una peruana tullida a 15 uñas, con su muñón apoyado en un táper”. ¿Desolador? Sí. ¿Morboso? También.
Y comencé a darle como a cajón que no cierra. A cada embestida, se derramada un poco de aceite del interior de la fiambrera, formando una mancha rojiza en la sábana que se extendía con pasmosa velocidad. Se lo dije, pero pareció no importarle. Ella estaba cachondísima y ni la combinación de olores flatulentos, rancios y revenidos, iban a sacara a sacarla de su éxtasis. Tanto es así que cuando notó que yo me iba a correr, paró, se dio la vuelta y me dijo: -por favor, ¿puedes echarme la lechita aquí?- señalando su miembro amputado.
Me explotó la cabeza. “No, no, no. Has hecho cosas que harían vomitar al mismísimo Zombicat, has pasado casi todos los límites posibles pero esto sí que no. Esto es demasiado”, me dijo mi diablillo bueno. Pero el malo, al que suelo obedecer con más frecuencia dijo: “adelante”.
-¿Qué cojones? Allá voy- exclamé. Y comencé a sacudirme la nutria encima de ese trozo de carne. Pero justo cuando empezaba a eyacular, ella empezó a mover el muñón de una forma que desencadenó en mí el mayor ataque de risa de mi vida (putas setas). Mientras me corría no podía parar de reírme y ella enfureció. Empezó a insultarme como una loca, creyendo que me estaba riendo de su discapacidad y yo ni siquiera podía articular palabra para explicarle que mis carcajadas eran fruto de la droga. Se apartó y henchida de rabia cogió la pierna ortopédica para pegarme.
Para colmo, advertí que en un rincón de la habitación había un duende. Un puto duende. – Dios de mi vida, ¿también tengo alucinaciones? – pensé confuso.
Yo veía a un ser que estaba contemplando absorto la rocambolesca situación. Era un peruano en miniatura, feo, mellado y con una camiseta con más manchas que un papel de churros, y centraba su atención en mi chorra, que permanecía en mi mano. – ¿Y ese qué come, canarios?- exclamé mirándolo.
En ese momento la chica se giró, empezó a gritarle que se fuera a su cuarto y comprendí aliviado que esa persona sí existía. Posiblemente era su hijo (ella me había dicho que no tenía) y lo de su hermana era mentira.
Me había engañado la hija de puta – me has mentido Carmen Rosa – dije haciéndome el digno, pero sin poder borrar la sonrisa de mi cara. Ahí doblegué su ira y pude serenarme un poco para poder vestirme y salir por piernas. Ella se quedó enfurruñada en la cama, limpiándose la lefa del muñón con una servilleta del McDonalds.
La verdad es que me sentí bastante sucio cuando se me pasaron las risas que me iba echando en el coche.
A esta dama, a diferencia de otras con las que he tenido encuentros turbios, no la volví a llamar e incluso la bloqueé de Tuenti. Era tal mi vergüenza que tardé más de un año en contárselo a mis amigos y varios más en contarlo por aquí, desprendiéndome de una pesada losa.
¿La moraleja? Probad las castañuelas húngaras, no os arrepentiréis.
@Forocoches enviado por Ion.